Test de integración sensorial ¡averigua!

Aprender con amor IV. Final

Ginny Mooney conforta a su hija adoptiva, Lena, en Fayetteville, Arkansas, tras una sesión de fisioterapia y logopedia. La niña, de seis años, presenta déficits cognitivos y conductuales causados en parte por el abandono sufrido en un orfanato ucraniano.

Foto: Lynn Johnson

 

EL CEREBRO INFANTIL NECESITA AMOR PARA DESARROLLARSE.

Lo que nos sucede en nuestro primer año de vida es determinante…

La cantidad de Estímulos (Visuo-Lingüisticos), aportados por el entorno desde los primeros momentos de vida es fundamental, para que el ritmo del mismo no se relentice; pero si los Estímulos no son de Calidad (Amor, Pasión y Diversión), el Desarrollo sufre consecuencias similares a las sufridas ante la privación o disminución de estos. El ejemplo mas claro, se da (como ya venimos denunciando), se da ante la gran carga de Estímulos Visuo-auditivos (pero con cero carga emocional), de los dispositivos electrónicos; que  se traduce, en bajas habilidades visuales y del lenguaje; por no hablar de las importantísimas carencias en motricidad (fina y gruesa), junto con los problemas de lateralidad que conllevan. Por tanto la Deshumanización de los estímulos, de la Educación; es decir, la falta de Amor en el proceso del Desarrollo produce bajos resultados neurocognitivos y motores, junto a un pobre Aprendizaje.

Resumiendo los cuatro bloques, hay que generar desde el minuto uno del bebé, un entorno propicio de estímulos, tanto en Cantidad, como en Variedad, como en Calidad (Amor, Pasión y Diversión). Es decir la estimulación temprana, múltisensorial e intensa, son la base del Desarrollo del bebé. Pero si queremos que el Desarrollo del cerebro del Niño sea Óptimo, y así pueda acceder a un solido Aprendizaje necesitará (Naturalmente), AMOR… porque  “LO NATURAL ES DESARROLLARSE BIEN”

PARTE 4

Hace más de 20 años Todd Risley y Betty Hart, entonces psicólogos infantiles de la Universidad de Kansas en Lawrence, grabaron cientos de horas de interacción entre niños y adultos en el seno de 42 familias de todo el espectro socioeconómico, haciendo un seguimiento a cada niño desde que cumplía nueve meses hasta los tres años de edad. Al estudiar las transcripciones de aquellas grabaciones, Risley y Hart descubrieron algo sorprendente. A los niños de familias acomodadas –típicamente hijos de profesionales con estudios universitarios– se les dirigía una media de 2.153 palabras / hora; a los niños de familias subsidiadas por los servicios sociales, una media de 616 palabras / hora. A los cuatro años esta diferencia era de unos 30 millones de palabras. Los padres de hogares más desfavorecidos solían hacer comentarios más sucintos y expeditivos, como «Para con eso» o «Bájate de ahí», mientras que los de hogares más acomodados mantenían con sus hijos largas conversaciones sobre temas diversos, fomentando el uso de la memoria y la imaginación. Los niños de familias de bajo nivel socioeconómico se criaban con una dieta hipolingüística.

La cantidad de diálogo entre padres e hijos marcaba una diferencia fundamental, descubrieron los investigadores. Los niños a quienes se hablaba más obtenían mejores resultados en los test de inteligencia a los tres años. Además, les iba mejor en el colegio a los nueve y diez años.

Exponer a los niños a un mayor número de palabras parecería en principio bastante fácil, pero las aportaciones de la televisión, los audiolibros, internet o los teléfonos móviles –por muy educativo que sea el material– no parece dar resultado, como ha descubierto a raíz de un estudio con niños de nueve meses el equipo de investigación de Patricia Kuhl, neurocientífica de la Universidad de Washington en Seattle.

Kuhl y sus colegas exploraban uno de los enigmas clave de la adquisición del lenguaje: cómo al cumplir un año, los niños ya han interiorizado la fonética de su lengua materna. En los primeros meses de vida los bebés son unos maestros a la hora de discriminar sonidos de cualquier lengua, sea la propia u otra extranjera. Entre los seis y los 12 meses, sin embargo, empiezan a perder la capacidad de identificar esas diferencias en una lengua extranjera, al tiempo que mejoran en la discriminación de sonidos de su lengua materna. Los niños japoneses, por ejemplo, a esa edad dejan de distinguir la /l/ de la /r/.

En su estudio los investigadores exponían a niños de nueve meses de familias anglófonas al mandarín. Algunos interactuaban con tutores nativos, que jugaban con ellos y les leían cuentos en chino. «Los niños estaban fascinados con esos tutores», dice Kuhl. Otro grupo de niños veían y oían a los mismos tutores de mandarín a través de una grabación de vídeo. Un tercer grupo solo los oía en una grabación de audio. Tras 12 sesiones los pequeños eran sometidos a una serie de test para evaluar su capacidad de diferenciar sonidos similares del mandarín. Los resultados fueron reveladores: los investigadores suponían que los niños que habían visto los vídeos tendrían la misma competencia que los niños que habían interactuado con los tutores en persona, pero la diferencia era radical. Los expuestos al idioma mediante interacciones humanas discriminaban sonidos similares en mandarín con igual pericia que un nativo. Los otros, tanto los del grupo del vídeo como los del audio, no habían aprendido lo más mínimo.

«Nos quedamos boquiabiertos –dice Kuhl–. Aquel resultado trastocó nuestras tesis fundamentales sobre el cerebro.» A raíz de ese y otros estudios, Kuhl postuló lo que llama la hipótesis de la clave social: la idea de que la experiencia social abre la puerta del desarrollo lingüístico, cognitivo y emocional.

Después de llegar al poder en la Rumania de mediados de los años sesenta, el líder comunista Nicolae Ceauşescu implantó medidas drásticas para transformar el país de una sociedad agraria a industrial. Para aumentar la población, el régimen restringió los métodos anticonceptivos y el aborto, y gravó con un impuesto a las parejas mayores de 25 años que no tenían descendencia. Miles de familias se trasladaron del campo a la ciudad y se colocaron en fábricas estatales. Estas políticas se tradujeron en el abandono de un gran número de recién nacidos, que iban a parar a unas instituciones públicas llamadas leagan («casa cuna» en rumano). Cuando en 1989 Ceauşescu fue derrocado, el mundo descubrió las condiciones horribles en que vivían aquellas criaturas. De bebés, pasaban horas sin salir de la cuna. Por norma general solo tenían contacto humano cuando una cuidadora –responsable de entre 15 y 20 bebés– los alimentaba o bañaba. De niños, apenas recibían atención. El sistema de institucionalización cambió con enorme lentitud, y en 2001 un equipo de in­­vestigadores estadounidenses inició un estudio con 136 niños procedentes de seis centros para conocer qué efecto tenían en su desarrollo aquellas carencias.

Los investigadores –dirigidos por Charles Zeanah, psiquiatra infantil de la Universidad de Tulane; Nathan Fox, psicólogo del desarrollo y neurocientífico de la Universidad de Maryland, y Charles Nelson, neurocientífico de Harvard– se quedaron impactados ante las conductas aberrantes que observaron en los pequeños. Muchos de ellos, que aún no habían cumplido los dos años al inicio del estudio, no mostraban apego alguno hacia sus cuidadoras. Cuando les ocurría algo, no acudían a ellas. «En vez de eso mostraban un comportamiento casi salvaje que no habíamos observado nunca antes: vagar sin rumbo, golpearse la cabeza contra el suelo, girar y quedarse inmóviles en el mismo punto», relata Fox. Cuando les hicieron un electroencefalograma, los investigadores observaron unas señales más débiles que las que se registran en niños de edades similares de la población general. «Era como si alguien hubiese girado un potenciómetro para atenuar su actividad cerebral», dice Fox. Entonces el equipo de investigación alojó a la mitad de los niños en familias de acogida que seleccionaron con la ayuda de trabajadores sociales. La otra mitad siguió en instituciones. Las familias de acogida recibían un estipendio mensual, libros, juguetes, pañales y demás materiales, así como visitas periódicas de los trabajadores sociales.

Fox y sus colegas estudiaron a los niños en los años subsiguientes y observaron diferencias abismales entre ambos grupos. Al cumplir los ocho años, los que habían sido acogidos a los dos años de edad o antes mostraban patrones electroencefalográficos idénticos a los habituales en un niño de su edad. Los que seguían internados en instituciones continuaban mostrando en los encefalogramas menor actividad cerebral. Aunque todos los niños objeto del estudio presentaban un volumen cerebral menor que el de sus pares de la población general, los acogidos en familias tenían más materia blanca –axones interneuronales– que los institucionalizados. «Esto sugiere que en los niños acogidos se creaban más conexiones neuronales», explica Fox.

La diferencia más notable entre ambos grupos, evidente a los cuatro años, se refería a sus habilidades sociales. «Descubrimos que muchos de los niños acogidos, en particular los que dejaron las instituciones a una edad más temprana, ya eran capaces de relacionarse con su cuidador de igual modo que un niño típico de su edad –dice Fox–.En los primeros años el cerebro goza de suficiente plasticidad para que los niños superen las experiencias negativas.» Y esa, dice Fox, es la mejor noticia: algunas de las secuelas de sufrir privaciones en la más tierna infancia pueden mitigarse con una crianza adecuada, siempre y cuando esta llegue dentro de un período crítico para el desarrollo.

Aprender con Amor 8La escuela de padres de la Universidad de Oregón en Eugene, que dirige la neurocientífica Helen Neville, pretende conseguir precisamente eso. Los investigadores reclutan familias matriculadas en Head Start, un programa del Gobierno estadounidense que ayuda a los preescolares de familias de escasos recursos económicos. Los padres o cuidadores asisten a una clase semanal durante dos meses. En las primeras sesiones reciben consejos para reducir el nivel de estrés que genera el cuidado cotidiano de los niños. Quienquiera que tenga hijos convendrá en que a veces ese estrés puede sacar de sus casillas hasta al progenitor más templado, y en el caso de padres abrumados por falta de dinero, puede llegar a ser una carga pesadísima. «Estás con los nervios a flor de piel», confiesa Patricia Kycek, una madre de Eugene que ha asistido a las clases. Los padres aprenden a hacer hincapié en el refuerzo positivo, elogiando logros específicos. «Fomentamos que, en vez de regañar al niño cada vez que hace algo mal, reconozcan su mérito cada vez que hace algo bien», explica Sarah Burlingame, ex educadora del programa. En un segundo estadio los padres aprenden cómo estimular al niño.

Los pequeños reciben adiestramiento en materia de atención y de autocontrol en una sesión semanal de 40 minutos. Trabajan la concentración en medio de distracciones (por ejemplo, colorear sin salirse de la línea mientras otros niños juegan con globos a su alrededor). Los educadores también les enseñan a identificar sus estados de ánimo con un juego llamado «el bingo de las emociones», en el cual asocian estados como «feliz» y «triste» con expresiones faciales. En algunas clases avanzadas los chicos aprenden técnicas de relajación, como puede ser respirar hondo cuando están enfadados.

Transcurridas las ocho semanas del curso, los investigadores puntúan a los niños en lenguaje, CI no verbal y atención. Con un cuestionario que pasan a los padres, evalúan también la conducta. En un artículo publicado en julio de 2013, Neville y sus colegas informaban de que los niños de Head Start que habían participado en el programa habían mejorado significativamente más en esos parámetros. Los padres aseguraban haber sufrido mucho menos estrés en la relación con sus hijos. «Cuando cambias la manera de educar y reduces los niveles de estrés, el resultado es una mayor regulación emocional y una mejor cognición para los niños», dice Neville. Tana Argo, una joven madre por partida cuádruple, decidió apuntarse al programa para asegurarse de que no sometía a sus hijos a la misma desatención que ella sufrió de niña. «Me crié en un ambiente de tensión y discusiones continuas –relata–. Me decía a mí misma: “Recordaré esto cuando sea madre. Esto no les pasará a mis hijos”.»

Lo que ha aprendido, explica, ha alterado la dinámica familiar: hay más tiempo para jugar y aprender. Cuando la visito en su casa, me describe la felicidad que sintió unos días atrás al ver que la benjamina, de cuatro años, se sentaba en la alfombra para hojear una enciclopedia infantil. Al marcharme reparo en la enciclopedia, que descansa sobre una torre de libros, la mayoría infantiles. En el mejor escenario, esa torre de libros quizá será el muro de contención que detenga la cadena generacional de pobreza y desatención, y ayude a los hijos de Tana a construir un futuro con el que ella no pudo ni soñar.

Fuente:  National Geographic España